RESUMEN
En
este artículo se hace una breve exposición de la “situación” de la familia en
el contexto de la sociedad occidental. La “crisis” de la familia y los
diferentes modelos de la estructura familiar son abordados, desde una
perspectiva sociológica, como marco real para una educación en valores en el
ámbito de la familia. Se defiende el papel fundamental de la familia como
estructura de acogida, de reconocimiento del recién nacido. En ella encuentran
los hijos las “condiciones ambientales” imprescindibles para el aprendizaje de
los valores: el clima moral, de seguridad y confianza, de diálogo y
responsabilidad que haga posible, desde la experiencia, la apropiación del valor.
No se contemplan otros enfoques de carácter cognitivo en la educación familiar.
Se parte de la necesidad de hacer de la experiencia en el ámbito
familiar la situación privilegiada e insustituible para el aprendizaje de los
valores morales. La familia educa más por lo que “hace” que por lo que “dice”.
Palabras
clave: familia, protección, experiencia, aprendizaje, valores, diálogo,
responsabilidad, seguridad.
1. ¿CRISIS EN
LA FAMILIA?
El término
“crisis” es demasiado ambiguo como para describir una determinada situación de
la familia. En una sociedad tan fuertemente sometida a cambios profundos y
rápidos como la actual, que modifica constantemente sus formas de vida
introduciendo nuevas concepciones económicas y nuevos desarrollos científicos y
tecnológicos, no sólo la familia sino todo el conjunto de instituciones u
organizaciones sociales se ven implicadas necesariamente en el cambio, si
quieren sobrevivir en sus funciones. La adaptación a las nuevas necesidades que
demanda la nueva realidad social es una exigencia que ninguna institución u
organización social puede ignorar. No es posible pensar en una sociedad que se
va transformando incesantemente que no encuentre mecanismos de adaptación como
respuesta a las nuevas y muy diversas condiciones culturales, sociales y
económicas en que ha de desenvolverse. No es que “la familia” esté en crisis,
sino una determinada modalidad de familia (Pérez-Díaz y otros, 2000). Lo mismo
puede afirmarse de otras instituciones u organizaciones sociales: sindicatos,
partidos políticos, iglesia, etc. “La familia... cuenta con esa sinuosa
característica de haber sido siempre percibida en situación de crisis,
transición y dramática encrucijada. Siempre en constante perspectiva de cambio
y dudoso futuro. Desde hace dos siglos, esta percepción dramática de la familia
aparece con abrumadora reiteración, en la literatura apologética y, a veces,
también en la científica” (Iglesias de Ussel, 1998, 310). Sí existe, sin
embargo, una percepción social de crisis de la familia vinculada a la rapidez
de los procesos de cambio en la institución familiar que siempre se han dado de
un modo brusco, mediante “saltos”, que mientras se asimilan, alientan imágenes
de crisis e incertidumbre. La rapidez de los cambios en el escenario social, la
dificultad para asimilar las transformaciones culturales y tecnológicas, la
incorporación de los nuevos conocimientos, el impacto de la convivencia en la
nueva cultura del mestizaje, etc. se han interpretado de un modo dramático y
han favorecido, en gran manera, esta imagen de crisis de la familia que en la
década de los sesenta y setenta alcanza un momento especialmente crítico. Es en
estos años cuando la familia es vista por un determinado sector de la población
española como una institución que había de ser expulsada de la vida ciudadana
en tanto que sede de la violencia y la opresión cotidianas. Aún hoy, desde
perspectivas ideológicas distintas, se siguen interpretando las diversas
tendencias en la sociedad española hacia el descenso creciente de los
matrimonios y el aumento de los divorcios, de los hogares unipersonales y de
las familias monoparentales no tanto como signos del debilitamiento de una
determinada modalidad de familia, sino como expresión de la crisis de la
familia, en general, en tanto que institución vertebradora de la sociedad.
Algunos subrayan, a este respecto, la pérdida de poder socializador de la
familia y la mayor dependencia de la institución escolar. Se depende, cada vez
más, de las escuelas para la educación de la infancia y de la juventud.
“Resulta igualmente claro que la custodia de la infancia, antes asumida sin
problemas por la gran parentela y la pequeña comunidad, ha pasado de no ser
problema alguno a constituir el gran problema de muchas familias. Ciudades
inabarcables y hostiles y hogares exiguos son ya parte del problema, al menos
tanto como parte de la solución. En estas circunstancias, la sociedad se vuelve
hacia lo que tiene más a mano, y en particular hacia esa institución más próxima
a la medida de los niños, a menudo ajardinada y que cuenta con una plantilla
profesionalizada en la educación: la escuela” (Fernández Enguita, 2001, 64). La
familia, se afirma, puede educar para la convivencia en los grupos primarios,
pero es incapaz de hacerlo para la convivencia civil, puesto que no puede
ofrecer un marco adecuado de experiencia. “Cuando la familia socializaba, la
escuela podía ocuparse de enseñar. Ahora que la familia no cubre plenamente su
papel socializador, la escuela no sólo no puede efectuar su tarea específica
con la eficacia del pasado, sino que comienza a ser objeto de nuevas demandas
para las cuales no está preparada” (Tedesco, 1995, 98). Algunos estudiosos de
la familia muestran su preocupación por la transición de la vida familiar de lo
que llaman la “cultura del matrimonio” a la “cultura del divorcio”, con las
inevitables repercusiones que esta conlleva en los procesos educativos de los
hijos (Popenoe, 1993). Aunque la familia nuclear monogámica sigue siendo el
modelo de familia predominante en la sociedad occidental (Eurostat, 2000),
otras formas de convivencia empiezan a verse como formas o modelos alternativos
de familia asumibles en una sociedad democrática, tanto política como
socialmente. Ello, sin duda, introduce cambios importantes en los papeles que
tradicionalmente venía desempeñando la familia en la socialización y educación
de los hijos. Besharov (2003), en un estudio sobre la evolución de la familia
americana, se muestra aún más pesimista: la familia está cerca de un
cataclismo. La ausencia, casi completa, de normas de convivencia en el interior
de la familia, la dificultad en el desempeño de roles estables, la ambigüedad o
ausencia de valores que configuren patrones de comportamiento acaban
desintegrando toda forma de vida familiar, al menos como, hasta ahora, la hemos
entendido. En términos parecidos se pronuncia Fukuyama (1999) al establecer una
estrecha asociación entre la tendencia de las familias hacia formas poco
estables de convivencia con el aumento de comportamientos antisociales en
niños, adolescentes y jóvenes.
No compartimos
esta interpretación apocalíptica de la familia que nos parece excesiva e induce
a error. “Creemos que ante lo que estamos, en las sociedades occidentales de
hoy, es ante un nuevo avatar de esta institución milenaria, surgida del cruce
de los usos de la antigüedad clásica, las tradiciones germánicas y el
cristianismo, y cualificada sustancialmente por las transformaciones de todo
orden de los cuatro últimos siglos” (Pérez-Díaz y otros, 2000, 11). Más que
ante una muerte anunciada de la familia, estamos ante un desarrollo de formas o
modelos plurales de familia, incluida la familia nuclear, como adaptación a las
situaciones sociales cambiantes. Los recelos y, a veces, ataques contra la
familia que a principios de los setenta eran frecuentes, en los últimos años,
sin embargo, se constata una valoración positiva de la misma si bien desde
formas nuevas de entenderla que, a nuestro juicio, no la desnaturalizan. Va
tomando forma un nuevo movimiento que pretende volver a los “valores
familiares” (Beck-Gernsheim, 2003). En efecto, en la última década distintos
colectivos profesionales como pedagogos, psicólogos, abogados, asistentes
sociales, etc. están intensificando su interés por la realidad familiar, sin
que esto haya de interpretarse como una vuelta a formas y normas de otros
tiempos. Desde análisis que responden al conocimiento de la nueva realidad social,
la familia se ha convertido hoy en objeto de atención preferente para las
instituciones públicas y privadas. “Quienes hace más de dos décadas... se
atrevieron a profetizar la muerte de la familia, poseen ya motivos más que
suficientes, ante la evidencia histórica, para empezar a rectificar su
pronóstico. La familia sigue existiendo, y sigue prestando un servicio
insustituible al desarrollo y apoyo personal. Más que un obstáculo para el
desarrollo individual, la familia sigue siendo una realidad y un proyecto en el
que se continúa creyendo, en el que se invierten la mayor parte de las energías
personales, y del que se espera que sea la fuente principal de nuestra
satisfacción individual” (Gimeno, 1999, 21). Los temas de estudio sobre la
familia en la última década no han supuesto un cambio sustantivo respecto de
los estudios realizados en décadas anteriores (González Anleo, 2001). Aspectos
demográficos, cambios en la estructura y dinámica familiar, conflictos y
rupturas, atención a la familia por parte de las instituciones públicas, etc.
han centrado el interés de los estudiosos sobre la familia. Sin embargo, se
constata en estos trabajos una escasa atención por la socialización de los
hijos y la educación de estos en el recinto privado de la institución familiar.
Este olvido del papel fundamental que desempeña la familia en la educación de
los hijos contrasta con la importancia que los españoles atribuyen a la misma
situándola a la cabeza de sus preferencias valorativas (99%), por encima del
puesto de trabajo, religión y política (Orizo y otros, 2000). El exagerado
moralismo de antaño, implantado desde una concepción homogénea de la sociedad y
de una autoridad doctrinal indiscutible, el carácter estático y patriarcal,
capaz de sacrificar la singularidad individual en aras del mantenimiento de una
estructura heredada, explica el silencio y el destierro de la familia en el
debate sobre la construcción de la nueva sociedad en épocas pasadas. Habría que
fundamentar (era el nuevo discurso de la década de los sesenta y setenta) la
convivencia u orden social sobre nuevos valores, sobre instituciones y
organizaciones que favoreciesen el cambio social. Y en esta tarea de
reconstrucción social la familia, se entendía, no estaba a favor del cambio,
sino de la continuidad.
El cambio
profundo producido en la sociedad postindustrial sociológicamente laica,
incorporada a los avances tecnológicos de la información, ha llevado consigo el
debilitamiento de la institución familiar como ámbito autosuficiente y
mecanismo básico de transmisión de valores; pero también ha supuesto la
recuperación de un nuevo discurso sobre la familia, alejado de todo
fundamentalismo excluyente, ha puesto de manifiesto su extraordinaria capacidad
de adaptación a un contexto tan cambiante como el actual, ha permitido la
superación de prejuicios y facilitado el estudio riguroso de la dinámica
familiar desde las aportaciones de las ciencias más diversas. En resumen, ha
favorecido la vuelta a la consideración del papel fundamental de la familia en
el proceso de construcción de la personalidad de los hijos y de integración de
las jóvenes generaciones en la sociedad. Nadie puede hoy razonablemente dudar
de que la educación familiar tiene una repercusión decisiva en la manera cómo
los hijos se comportan y se desenvuelven posteriormente en la sociedad. Ha
muerto un modelo familiar que anulaba la iniciativa individual, pero en su
lugar empieza a surgir otro u otros modelos familiares cuyos valores se
impregnan de un modelo social más igualitario y personalizado, más democrático
y más abierto al futuro que al pasado (Gimeno, 1999). Surgen nuevas formas de
entender la familia, nuevas formas de convivencia basadas más en las
interacciones personales, en las que cada miembro de la familia pueda sentirse
realizado dentro de un proceso complejo de construcción personal (Castell,
1998).
Algunos
autores se preguntan sobre la existencia misma de la familia. A los ojos de
cualquier observador aparecen grupos de personas que viven comunitariamente en
su propio hogar. Pero no resulta fácil definir el concepto sociológico de
familia dado el polimorfismo de las manifestaciones, la gran variedad de
agrupamientos sociales que, según los diferentes pueblos y culturas, podrían
llamarse “familia” (Pastor, 2002). Algunos incluso afirman que no es posible
dar una definición de familia porque esta es sólo una construcción ideológica,
histórica y política, una mera categoría mental. Otros piensan que es sólo una
abstracción mental que reúne una gran variedad de formas, pero que ese concepto
no se plasma como tal en la realidad. Aunque las formas de la familia sean muy
diversas no puede dudarse de que esta sea una realidad empírica cuya génesis
aparece como un lento proceso de institucionalización por el que ciertas
prácticas, usos o costumbres culturales adoptadas a lo largo del tiempo por un
pueblo cristalizan poco a poco en estructuras grupales que luego permanecen.
Pero no sólo el hecho de compartir la vivienda define a la familia. También el
sentimiento de parentesco es un indicador fundamental de la misma. Desde un
punto de vista sociológico podría definirse la familia como “aquellos pequeños
grupos primarios residenciales cuyas relaciones internas están socialmente
institucionalizadas según normas de parentesco” (Pastor, 2002, 23). Con ello se
alude no sólo a los vínculos genealógicos, sino también a las relaciones
socialmente institucionalizadas entre unas determinadas personas que se sienten
mutuamente pertenecientes. No es nuestro propósito discutir aquí sobre el
concepto o definición de “familia”. Ello nos llevaría a un debate en el que los
elementos ideológicos, políticos, morales y religiosos necesariamente tendrían
cabida. Compartimos la idea de que no existe una única definición, o que la
diversidad de la vida familiar no puede reducirse a una única definición
(Gracia y Musitu, 2000). El término “familia” se nos muestra como una
compleja unidad significante, tan pronto como la pronunciamos nos vemos
envueltos en la maraña de un problema lingüístico. Una maraña de significados e
interpretaciones tan compleja que nos disuade de cualquier pretensión de
encontrar posibles convergencias o afinidades en su definición ante tanta
multiplicidad y diversidad. “El concepto de familia es complejo y difícil de
delimitar y lo es más si añadimos ahora la multiplicidad de formas y funciones
familiares que varían en función de las épocas históricas, de unas culturas a
otras, e incluso en grupos y colectivos dentro de una misma cultura” (Gracia y
Musitu, 2000, 43). Nos limitamos, por tanto, a la sola consideración sociológica
de la familia tal como esta aparece en sus distintas manifestaciones en la
sociedad occidental, por lo que habría que entender la “familia” en un sentido amplio
no restringido, sin que su concepto pueda considerarse vinculado a una
determinada opción política, moral o religiosa. Nuestra pretensión en este
trabajo es construir un discurso pedagógico, no hacer sociología. Sin embargo,
sí consideramos pertinente consignar algunos de los cambios más relevantes que
la familia en España ha experimentado en las últimas décadas, y que la
distinguen de la familia del inmediato pasado: 1) El reconocimiento legal de la
libertad de los adultos para vincularse o desvincularse para formar una pareja
o para deshacerla; 2) en las relaciones de pareja se concede mucho valor al
grado de pasión, amor, intimidad y bienestar en la convivencia; 3) los roles de
género tradicionales han entrado en crisis. El padre no es la autoridad
indiscutible y la mujer no permanece necesariamente en el hogar. Las
actividades domésticas y la crianza de los hijos tienden a compartirse; 4) los
valores de la independencia, libertad, derecho al bienestar individual y
promoción personal son factores que han incidido en la fecundidad y en la
organización y funcionamiento de la familia. Estos cambios experimentados en la
familia actual la alejan de otras formas o modelos dados en el pasado
(Thiebaut, 1998). Los cambios producidos han significado el paso de la familia
como institución a la familia fundada en la interacción personal. “Hay un
rasgo, escribe Iglesias de Ussel (1998, 44), que puede sintetizar muchos de los
cambios y, sobre todo, de las imágenes sociales de la familia en la sociedad
española: Se ha pasado de una configuración monolítica de la familia a otra pluralista
en la que las distintas modalidades de articular la vida familiar... reciben
semejante cobertura legal”.
2. FAMILIA Y EDUCACIÓN EN VALORES
Hace sólo unas
décadas se confiaba, ingenuamente, en el poder configurador del sistema
educativo formal capaz de ofrecer experiencias suficientemente ricas para hacer
posible en los educandos la apropiación de valores y el desarrollo de una
personalidad integrada. Todavía hoy se sigue confiando en que la escuela
resuelva los problemas que la sociedad actual está generando. Drogas,
violencia, consumismo, contaminación ambiental, etc. constituyen nuevas
exigencias o contenidos curriculares que deben incorporarse a los programas
escolares en el convencimiento de que la institución escolar es el marco
idóneo, cuando no suficiente, para abordar estos problemas. Tal pretensión
empieza a ser desmentida por los hechos. Las actitudes y creencias que apoyan
las conductas dependen más del clima social y familiar que de la actuación del
medio escolar. Este actúa como refuerzo o elemento corrector de las influencias
permanentes que el niño recibe en el medio socio-familiar, pero en ningún caso
lo sustituye adecuadamente. Ambas instituciones se entienden como
necesariamente complementarias e indispensables en el proceso de adaptación
social y construcción de la personalidad del niño. Ni siquiera en los llamados
aprendizajes cognitivos, que podrían entenderse como de exclusiva competencia
de la escuela, ésta es autosuficiente. Hoy ya nadie duda que el mundo de los
saberes o conocimientos que los alumnos deben adquirir en la sociedad de la
información desborda ampliamente los límites estrechos del recinto escolar. No
es tanto la información que la escuela transmite lo que ahora se valora, sino
su función facilitadora y orientadora en la búsqueda de información y en el uso
que se hace de la misma. “... la escuela basada únicamente en la transmisión de
la información ha perdido toda su razón de ser. Hay más información de la que
podemos soportar. Ya no hay un lugar y una edad para el aprendizaje. Entramos
en la sociedad del aprendizaje y en la vida del aprendizaje” (Rodríguez Neira,
2000, 17).
Si atendemos a
los valores como patrones de conducta, no se puede olvidar que los niños que
van a nuestras escuelas vienen ya equipados con unos determinados valores (y
antivalores) a través de los cuales filtran las inevitables propuestas
valorativas que la escuela a diario realiza. Ninguna de ellas dejará de estar
interpretada por el modo de pensar y vivir de la propia familia (Beltrán, 2001).
Las actitudes y creencias, los valores y antivalores están en la base de
aquello que el niño piensa y hace. Y los valores y antivalores del niño
conectan directamente con el medio socio-familiar. “ (de la familia) depende la
fijación de las aspiraciones, valores y motivaciones de los individuos y en
que, por otra parte, resulta responsable en gran medida de su estabilidad
emocional, tanto en la infancia como en la vida adulta” (Flaquer, 1998, 36).
Esto obliga a pensar en la institución escolar de “otra manera”, a modificar su
estructura tradicional y a revisar en profundidad las propuestas escolares en
el ámbito de los valores. Constituye un error seguir haciendo propuestas
educativas para la resolución de los conflictos (violencia) en la escuela marginando
a la familia (Ortega, 1997; Cerezo, 2001), cuando el conflicto en las aulas
tiene un origen socio-familiar (Ortega, Mínguez y Saura, 2003). El tratamiento
que los especialistas (pedagogos y psicólogos) están dando al tema tan actual
de los conflictos y la violencia en la escuela pone de manifiesto la
insuficiencia de la institución escolar para la integración de determinados
alumnos en la vida de la escuela. Todos vienen a incidir en la ineludible
participación de la familia en cualquier programa de intervención, si se quiere
abordar con algunas garantías de éxito dicho problema, aunque no siempre las
propuestas sean coherentes con los propósitos enunciados. “Si tenemos en cuenta
que la parte del entorno que es más significativa para el niño durante los
primeros años de vida es la familia, y especialmente los padres, podemos pensar
que las conductas agresivas se generan en el ambiente familiar; es más, que los
padres enseñan a sus hijos a ser agresivos quizás de manera no
premeditada" (Cerezo, 1999, 57). Lo que ya nadie duda es que los modelos
de conducta que ofrecen los padres, los refuerzos que proporcionan a la
conducta de sus hijos facilitan el aprendizaje de conductas violentas o
respetuosas con los demás. “La carencia de estructuras que sirvan de marco de
referencia para el niño; las prácticas de disciplina inconsistentes; el
refuerzo positivo a la respuesta violenta; el empleo de castigos físicos y
psíquicos; la carencia de control por parte de los padres y la historia
familiar de conductas antisociales explican suficientemente el comportamiento
antisocial, a veces violento, de los niños en el centro escolar” (Ortega,
Mínguez y Saura, 2003, 41). Son abundantes los estudios sobre la influencia de
la familia en la construcción de la personalidad del niño y de su
comportamiento (Krevans y Gibbs, 1996; Eisenberg, Fabes y Murphy, 1996;
Kochanska, 1997). La seguridad afectiva, indispensable para la formación de una
personalidad sana, está estrechamente vinculada al apoyo emocional sensible
recibido del entorno familiar (Berkowitz, 1996; Flaquer, 1998). Estudios
recientes (Castro, Adonis y Rodríguez, 2001) vinculan la actitud violenta de
los hijos con la ausencia de las figuras paterna y materna y la educación
familiar. Y avanzan resultados: 1) Hay cierta evidencia acerca de la
vinculación entre el estilo laissez faire con el hecho de que los padres
trabajen; 2) el estilo laissez faire es el que más interés produce en
los adolescentes por manifestarse como violentos y agresivos; 3) la influencia
de los estilos educativos repercute de manera diferente en el interés de los/as
adolescentes por manifestarse como violentos y agresivos; 4) la influencia de
las figuras paterna y materna es desigual, siendo más decisiva la influencia
materna. Barudy (1998) describe las consecuencias en el comportamiento de los
niños que sufren graves carencias en el trato con sus padres, o son abandonados
por estos: trastornos del apego, aislamiento social, autoestima baja,
dependencia y desconfianza social, comportamientos agresivos, tristeza y
ansiedad crónicas, depresión, etc. A la abundancia de estudios en el
ámbito de la psicología, sociología y el derecho sobre la realidad familiar,
producida en las últimas décadas, no le ha acompañado análoga preocupación en
el ámbito de la pedagogía. Para ésta, la educación familiar sigue siendo
todavía, en nuestro país, un ámbito insuficientemente tratado, aun reconociendo
la influencia de la familia en el proceso de socialización del niño, en el
aprendizaje de actitudes, valores y patrones de conducta. No hemos logrado aún
despojarnos de viejos estigmas que durante décadas han acompañado a la
educación familiar. Esta sigue disfrutando, entre nosotros, de un “status”
menor, aunque reconozcamos, basados en el conocimiento de la propia experiencia,
que “la organización familiar deja una huella impresa que acompañará a los
seres humanos durante toda su vida. Las primeras experiencias son como surcos
que se abren en la mente de quien las recibe. Después aparecen otras. Y la vida
se hará compleja, armónica o disarmónica, integrada o desorganizada, placentera
o traumática, pero en el fondo, a veces oculto, a veces patente, quedarán las
vivencias iniciales como patrimonio de la propia personalidad” (Rodríguez
Neira, 2003, 21).
La familia es
el hábitat natural para la apropiación de los valores. Hacer esta afirmación
tan rotunda puede parecer que atribuimos un poder taumatúrgico a la institución
familiar, un carácter casi sagrado. No es esa nuestra intención. Aunque
atribuyamos a la familia una función acogedora en tanto que centro de alivio de
tensiones, ofreciendo a todos sus miembros un clima sereno, hecho de sosiego,
tranquilidad y seguridad que sirve de contrapunto a las tensiones propias de la
vida y de la sociedad moderna en que vive (Beltrán y Pérez, 2000), reconocemos,
también, que la familia no es la única agencia educativa, y menos aún
socializadora en la sociedad actual, ni creemos que sea correcto establecer
separación o contraposición alguna entre familia y sociedad. La familia refleja
las contradicciones sociales de la sociedad actual, y como esta aparece inmersa
en un mar de cambios profundos que afectan de un modo desigual a los padres y a
los hijos. Depende de la sociedad tanto en su configuración como en sus
propósitos. No cabe duda de que el avance experimentado en la sociedad
occidental en la defensa y ejercicio de las libertades, la tutela jurídica
sobre las minorías étnicas y culturales, la extensión de la educación a toda la
población, la implantación progresiva de una cultura de la tolerancia y la
mayor conciencia del deber ciudadano de participar en los asuntos públicos
constituyen muestras y marcos para una educación social del ciudadano de hoy.
Actualmente se está produciendo un vigoroso y prometedor discurso sobre la
“urban education” que rompe los moldes de una educación encerrada en los muros
de los centros escolares. Pero junto a estas realidades es evidente, también,
que los medios de comunicación ejercen un poder casi omnímodo en la
configuración de los modos de pensar y vivir, dejando poco espacio libre que
escape a su control. Un examen atento a la realidad social de nuestro tiempo
nos puede llevar a pensar que asistimos a una gran representación teatral en la
que los auténticos actores no están en el escenario, sino detrás del telón, en
la trastienda. Las grandes decisiones políticas, económicas y sociales no se
toman por y para los directamente afectados. Otros les “ahorran” el trabajo y
el riesgo de pensar y equivocarse. Por otra parte, se detecta la presencia cada
vez más activa de los nuevos movimientos sociales que están haciendo posible
una mayor atención a los aspectos culturales y a la calidad de vida de los
ciudadanos; están facilitando la conquista de mayores oportunidades para
participar en las decisiones que afectan a la vida de cada uno, dando un mayor
protagonismo a los grupos sociales de autoayuda y a formas cooperativas de
organización social, denuncian la instrumentación del poder y exigen un reparto
equitativo de los bienes (Dalton y otros, 1992). No es, por tanto, la familia
la única agencia educativa, aunque sí sea la más importante como fuente de
identificación emocional. “A medida que se ve privada de entidad como
institución, más la valoramos. Uno de los principios que rigen la ciencia
económica es que lo que valoramos es justamente la escasez y no la abundancia.
En el plano de los afectos sucede exactamente lo mismo. Si en los años sesenta
la familia sobraba, ahora falta” (Flaquer, 1998, 199). Y es, además, la más
influyente en el aprendizaje de valores, de patrones valiosos de conducta y,
también, su marco más adecuado. Cuando éste fracasa o no se da, resulta muy
difícil la suplencia.
La abundante
bibliografía producida a raíz de la LOGSE ha incidido en el papel de la escuela
en la enseñanza de los valores como marco adecuado (¿y suficiente?) y ha puesto
aún más de relieve la profunda disociación existente entre la familia y la
escuela. Es difícil encontrar alguna referencia a su carácter complementario y
limitado que demanda y exige la vinculación a una experiencia del valor en el
ámbito de la familia. Es decir, el valor se aprende si éste está unido a la
experiencia del mismo, o más exactamente, si es experiencia. No se puede
aprender el valor de la tolerancia y la solidaridad si no se tienen
experiencias de esos valores, es decir, de modelos de conducta tolerante. No se
aprende el valor porque se tenga una idea precisa del mismo. No es la claridad
cartesiana de los conceptos la razón suficiente que mueve y hace posible el
aprendizaje de los valores, sino el hecho de su traducción en la experiencia. Y
sólo cuando el valor es puesto en práctica por el propio educando, cuando tiene
experiencia de su realización personal, puede decirse que se da un aprendizaje
o apropiación del valor (Ortega y Mínguez, 2001). No enseñamos los valores
porque hablemos de ellos, sino porque ofrezcamos experiencias de los
mismos.
Los humanos
nacemos con abundantes carencias y con casi todo por aprender. Actitudes,
valores y hábitos de comportamiento constituyen el aprendizaje imprescindible
para “ejercer” de humanos. Nadie nace educado, preparado para vivir
en una sociedad de humanos. Pero el aprendizaje del valor es de naturaleza
distinta al de los conocimientos y saberes. Exige la referencia inmediata a un
modelo. Es decir, la experiencia suficientemente estructurada, coherente y
continuada que permita la “exposición” de un modelo de conducta no
contradictoria o fragmentada. Y esto es difícil encontrarlo fuera de la
familia. Es verdad que no existen experiencias, tampoco en la familia, que no
presenten, junto a aspectos positivos, otros claramente rechazables. Pero, a
pesar de los contravalores o experiencias negativas, en la familia se puede
identificar la línea básica, la trayectoria vital que permite valorar y
reconocer en ellas la existencia y estilo personal de la vida de un individuo.
Junto a conductas no deseables, la estructura familiar ofrece la posibilidad de
contrastarlas con otras valiosas, valorarlas, dar explicaciones de ellas. Y
permite, sobre todo, una experiencia continuada del valor. La enseñanza del
valor no se identifica con el aprendizaje de conceptos o ideas. Se hace a
través de la experiencia, y ésta debe ser continuada en el tiempo. Quiere ello
decir que una experiencia aislada, puntual no da lugar, ni es soporte
suficiente para un cambio cognitivo, ni para la adhesión afectiva y compromiso
con el valor. Es el conjunto de las experiencias valiosas las que van moldeando
el pensamiento y el sentimiento del educando, encontrando en las relaciones
afectivas con el modelo la comprensión del valor y el apoyo necesario para su
adhesión. Y en esto, el medio familiar ofrece más posibilidades que el marco
más heterogéneo de la escuela y , por supuesto, de la misma sociedad donde
conviven o coexisten distintos sistemas de valoración y experiencias muy
distintas de valores y antivalores. “La escuela es una institución más que
interviene en la esfera de la educación moral. Y mientras que en el ámbito del
saber existe una amplia tradición y una lógica disciplinar que otorga
coherencia a la acción educativa, en la esfera de la formación moral hay un
bagaje mucho más reducido y una menor influencia en comparación con otros
entornos sociales” (Marchesi, 2000, 178).
En el
aprendizaje del valor se hace necesario algo más: el clima de afecto, de
aceptación y comprensión que envuelven las relaciones de educador y educando.
La apropiación del valor no es fruto de una simple operación de cálculo,
interviene, en gran medida, la mediación del modelo que hace atractivo,
sugerente un valor. Este aparece estrechamente vinculado a la experiencia del
modelo, y su aprendizaje depende tanto de la “bondad” de la experiencia cuanto
de la aceptación-rechazo que produce en el educando la persona misma del modelo
(Ortega y Mínguez, 2001). Si en el aprendizaje de conocimientos, el
establecimiento de un clima positivo en las relaciones profesor-alumno, se
muestra claramente influyente, en el aprendizaje de los valores se hace
indispensable. Estos se aprenden, diríamos, por ósmosis, por impregnación. Y no
basta con acudir a la experiencia de otros modelos ajenos a la familia o a la
escuela. El educando (niño-adolescente) tiende a identificar la experiencia de
un valor con el modelo más cercano: padres, profesores y personas
significativas de su entorno. Queremos decir que la propuesta de un valor, para
ser eficaz, debe hacerse en un contexto de relación positiva, de aceptación
mutua, de afecto y “complicidad” entre educador y educando, porque el valor que
se propone, desde la experiencia del modelo, forma parte de la trayectoria y
estilo de vida de éste. El niño-adolescente no aprende una conducta valiosa
independientemente de la persona que la realiza. Se sentirá más atraído por
ésta si la ve asociada a una persona a la que, de alguna manera, se siente
afectivamente ligado. En la apropiación del valor hay siempre un componente de
pasión, de amor. Por ello, el inicio de la educación en valores debe producirse
en el entorno socio-familiar en que vive el niño. Llevar esto a cabo implica
rescatar el carácter vulgar, cotidiano del valor y hacer del medio familiar el
marco habitual, “natural”, no único, de la enseñanza del valor, asumiendo el
riesgo de acercarse a una realidad contradictoria en la que conviven valores y
antivalores como es el ámbito familiar. Pero con ello estaremos siempre ante
modelos de carne y hueso, al alcance de todos, es decir, imitables.
3. LA
PEDAGOGÍA DE LOS VALORES EN EL ÁMBITO FAMILIAR
Antes se ha
dicho que la enseñanza de los valores está asociada a la experiencia de los
mismos. Se trata, por tanto, de ofrecer a los hijos ambientes o climas en los
que puedan tener habitualmente experiencias del valor; y que sea la realidad
cotidiana de la vida familiar la que se convierta en referente principal, no
exclusivo, de los valores para los hijos. Sería atrevido, por nuestra parte,
hacer aquí un elenco de aquellos valores que hoy deberían proponer los padres a
sus hijos. Además de atrevido, no sería tampoco pertinente. Cada familia escoge
para sí y sus hijos los valores que considera más coherentes o prioritarios con
una determinada concepción del hombre y del mundo. Y en una sociedad tan
compleja y plural como la nuestra los sistemas de valores son también muy
diversos. Nos limitamos, por tanto, a exponer las que consideramos “condiciones
ambientales” para la enseñanza y aprendizaje de los valores en el ámbito
familiar.
La familia no
es un sistema autárquico, impermeable a las influencias del entorno. Los
cambios sociales, políticos, económicos e ideológicos han modificado
profundamente el estilo educativo de la familia en nuestro país. Nada es igual
en las prácticas y orientaciones educativas de hoy tras la aprobación de la
Constitución de 1978. Un régimen democrático de libertades ha transformado la vida
de los individuos, los grupos e instituciones, penetrando en todas las áreas y
manifestaciones de la vida social y originando una nueva forma de entender la
persona y la vida. A estos cambios no ha escapado, obviamente, la familia. Debe
aprender a ejercer nuevos papeles, nuevas funciones o, al menos, a ejercer de
forma distinta las que ya venía realizando. Ello exige, en primer lugar, vencer
la resistencia al cambio, la fijación a un pasado que ya no sirve como modelo
válido para una realidad del todo distinta. Y, en segundo lugar, preparar a los
padres para ejercer nuevas competencias que consideramos son la “puerta de
entrada” al aprendizaje de los valores en el ámbito de la familia. En concreto,
dentro de las “condiciones ambientales” para la enseñanza y aprendizaje de los
valores destacamos la función de acogida y el clima moral y de diálogo.
3. 1. La función de acogida
La sociedad
tecno-científica ha propiciado la creación de una imagen de la persona eficaz,
competitiva que ha penetrado profundamente en las estructuras sociales y ha
configurado todo un estilo de vida. Se constata un debilitamiento de las
tradiciones comunes que en tiempos pasados ofrecían valores compartidos de
referencia en los que todos, de alguna manera, podían participar. El problema
de fondo es que al desaparecer esas creencias universales compartidas resulta
muy difícil encontrar una nueva base general de orientación que constituya el
punto de encuentro en la construcción de la sociedad. No sólo a nivel social,
también el individuo concreto ha quedado huérfano de modelos próximos de
socialización. Si algo caracteriza al momento actual es la pérdida de capacidad
de las instituciones tradicionales para la transmisión de valores y pautas de
comportamientos deseables, empujadas cada vez más al recinto de lo privado y a
competir con otras agencias en la propuesta de modelos de vida. La crisis, se
admite, afecta a todas las estructuras de acogida (familia, comunidad,
sociedad) e incide en todas las relaciones fundamentales que los habitantes de
nuestro espacio cultural mantienen con la naturaleza y entre sí (Duch, 1997).
Asistimos a una indudable crisis de vínculos, de ataduras, es decir, de lazos
culturales profundos, de sentimientos de filiación social; vacío que genera un
sentimiento de anomía enfermiza cuya expresión más inmediata es el incontenible
deseo de recrear un sentimiento de pertenencia grupal (Dahrendorf, 1993).
Resulta bastante evidente que nos encontramos metidos de lleno en “tierra de
nadie”: los antiguos criterios han perdido su originaria capacidad orientativa,
y los nuevos aún no se han acreditado con fuerza suficiente para proporcionar a
los individuos y grupos sociales orientación y colocación en el entramado
social. En este contexto, la familia desempeña, todavía, una función esencial:
ser una institución o estructura de acogida. “Cuando nace, el hombre es un ser
completamente desorientado, sin puntos de referencia fiables... Su paso por los
caminos del mundo dependerá de manera importantísima de la acogida que
experimente, de la orientación que se le proporcione, de la competencia
gramatical que llegue a adquirir por mediación de los procesos pedagógicos en
los que deberá integrarse” (Duch, 1997, 15-16).
La familia,
como estructura de acogida, ha sido determinante para el desarrollo del ser
humano en todas las etapas que ha recorrido la historia de la humanidad. Desde
una perspectiva sociológica, la familia facilita la integración de los individuos
en el sistema social. Es el vehículo privilegiado a través del cual el
individuo se convierte en miembro de una sociedad. Sus actitudes, valores,
patrones de conducta, aspiraciones cómo percibe a los demás y a sí mismo, van a
estar condicionados por la familia. De ahí que la familia constituya el
contexto o nicho más apropiado, en cuyo interior, cada nuevo individuo comienza
a construir su identidad personal, el modo concreto de ser humano y vivir en
sociedad. Ello exige un clima de afecto e interés por todo lo que rodea al
niño, no sólo por su persona; y explica, además, que sea el intercambio de
afecto y de apoyo, de confianza y comunicación, de cariño y respeto mutuos, en
definitiva, el ambiente o clima emocional que se construye en el ámbito de la
familia los objetivos básicos en la vida de las familias españolas (Pérez-Díaz
y otros, 2000). Es cierto que los padres observan, a veces, el crecimiento de
sus hijos como espectadores de algo natural e inevitable, de algo que no pueden
predecir ni controlar. Y esta incertidumbre de un proyecto, que no es el
“suyo”, les puede ayudar a no intentar hacer una réplica o calco de sus vidas
en la vida de sus hijos. La acogida del otro, también la del hijo, no es
reproducirse en el hijo, sino hacer lo posible para que el otro sea él mismo,
reconocerlo en su alteridad irrenunciable.
La acogida
en la familia significa para el niño sentirse protegido por el amor y el
cuidado de sus padres. Significa apoyo, ternura, confianza; sentir cercana la
presencia de los padres que se hace dirección, guía, acompañamiento. Significa
seguridad, sentirse invulnerable. “Es en el nido familiar, cuando este funciona
con la debida eficacia, donde uno paladea por primera y quizá última vez la
sensación reconfortante de esta invulnerabilidad. Por eso los niños felices
nunca se restablecen totalmente de su infancia y aspiran durante el resto de su
vida a recobrar como sea su fugaz divinidad originaria. Aunque no lo logren ya
jamás de modo perfecto, ese impulso inicial les infunde una confianza en el
vínculo humano que ninguna desgracia futura puede completamente borrar”
(Savater, 1997, 57). Educar es básicamente acoger, facilitar un espacio
y un clima de afecto, cuidado y seguridad que permita vivir la aventura de la
construcción de la propia vida. Es hacerse presente, desde experiencias
valiosas, en la vida de los hijos como alguien en quien se puede
confiar. En la acogida el niño empieza a tener la experiencia de la
comprensión, del afecto y del amor, del respeto hacia la totalidad de lo que
es, experiencia que puede ver plasmada en los demás miembros de la familia
porque ellos también son acogidos. En adelante, el aprendizaje de la tolerancia
y el respeto a la persona del otro lo asociarán con la experiencia de ser ellos
mismos acogidos, y no sólo en lo que la tolerancia tiene de respeto a las ideas
y creencias de los demás, sino de aceptación de la persona concreta del otro.
La acogida es reconocimiento de la radical alteridad del otro, de su dignidad;
es salir de uno mismo para reconocerse en el otro; es donación y entrega. Es
negarse a repetirse, clonarse en el otro, para que el otro tenga su propia
identidad. “Entre el padre y el hijo, como entre el educador y el educando o el
maestro y el discípulo, constituyen formas de relación que se fundan en la
discontinuidad del quién” (Bárcena, 2002, 513). Y, a su vez, es también
responsabilidad, compromiso, hacerse cargo del otro. Desde la cercanía a los
hijos, desde la presencia en la vida de los hijos la convivencia con
ellos, la acogida, se experimenta más como “un estilo de vida” que como un modo
de “hacer cosas” con ellos. Se ve más como una experiencia en la que
todos se ven implicados que como una tarea que va en una única dirección.
En esta
experiencia primigenia el hijo empieza su largo aprendizaje de la acogida. No
es congruente esperar que los niños sean tolerantes y acogedores para con los
otros, si previamente no han tenido la experiencia de ser acogidos, y no han
aprendido a acoger en la vida cotidiana del ámbito familiar. Y acoger al otro
no por sus ideas y creencias, sino por lo que es. Más allá de cualquier
razón argumentativa, el otro se nos impone por la dignidad de su
persona. No son las ideas y las creencias en sí mismas las que constituyen el
objeto de la acogida, sino la persona concreta que vive aquí y ahora,
y exige ser reconocida como tal. Entender esto así supone hacer recaer en la
aceptación y acogida del otro toda la acción educativa. La experiencia de la
acogida en el seno de la familia, en una sociedad tan fuertemente
"desvinculada" como la nuestra, puede constituir un muro sólido
contra la intolerancia y el racismo. Sólo la acogida del otro, desde el
reconocimiento de su irrenunciable alteridad, nos puede librar de toda
tentación totalitaria. Pero acoger, aceptar y respetar al otro también se
aprende. Es fruto de una larga experiencia de acogida, y en esto la familia es
indispensable.
La acogida se
hace a la persona total del otro, con su realidad presente y sus proyectos.
Pero la acogida, a la vez que es donación y entrega, es también responsabilidad.
“El recién nacido, escribe Manen (1998, 153), descentra el mundo de la mujer y
del hombre a un mundo de madre o padre y, por consiguiente, la mujer se
convierte en madre y el hombre en padre. Algunos tienen más dificultad
que otros para aceptar la responsabilidad de hacer sitio en sus vidas para los
niños. Pero más pronto o más tarde el nuevo padre o madre experimentan el
nacimiento del niño como una llamada. El recién nacido, desde su
vulnerabilidad, pide que le cuiden. Y la experiencia de esta llamada me
convierte de mujer en madre y de hombre en padre. Ahora debo actuar en armonía
solícita hacia el otro, para el otro”. La relación padre/madre-hijo comienza
con una respuesta a la demanda del otro. Su presencia es llamada, apelación,
exigencia de cuidados para que el otro “llegue a ser” otro, no la réplica de
nadie. Esta nueva relación provoca una actividad, un aprendizaje que implica a
todos los miembros de la familia en una experiencia singular. Por una parte, el
padre y la madre aprenden a actuar como tales y, por otra, el hijo actúa como
aprendiz de lo humano. Se trata, por tanto, de un acontecimiento educativo que
va más allá de lo que habitualmente se ha considerado como enseñanza y
aprendizaje. La familia se ocupa de “otro modo de enseñar y de aprender”. En
cuanto estructura de acogida, la familia es lugar “natural” donde se concretan
los modos cotidianos de vida, es decir, donde surgen formas muy variadas de
transmisión y en el que se aprende conjuntamente (padres e hijos) a desvelar
los problemas y a buscar posibles modos de resolverlos. En una sociedad tan
"anónima" como la nuestra, en la que los vínculos de integración a
marcos estables de convivencia se han debilitado, la familia es, quizás, el
último reducto o espacio que queda al hombre de hoy para ser reconocido
y acogido como tal.
Y entonces,
¿qué enseñar en la familia? No es fácil responder a esta pregunta porque no
estamos ante un solo modelo de familia: hay muchas familias con distintas
concepciones sobre lo que significa la realización humana, en qué y cómo; por
tanto, muchas formas de entender y “hacer” la educación de los hijos. Por otra
parte, no nos sentimos cómodos con el término “enseñar” cuando nos referimos al
ámbito de la familia; ni consideramos pertinente hacer un elenco de valores que
deberían ser enseñados en la familia. Sí vemos necesario identificar “condiciones
ambientales” imprescindibles para la educación de los hijos, cualquiera que sea
el sistema de valores en el que la familia se apoye. Junto a la acogida, es
necesario crear en la familia un clima moral (de responsabilidad) y de
diálogo en el que los valores de tolerancia, justicia, solidaridad, etc. vayan
tomando cuerpo. Los valores morales no se enseñan ni se aprenden porque se
“hable” de ellos, sino porque se practican, porque se hacen experiencia.
Creemos que el
término “enseñar” cuando se habla de educación familiar no es el más adecuado,
tiene evidentes connotaciones académicas. Se enseñan matemáticas, lengua,
historia y geografía. Y entonces se transmiten saberes o conocimientos. Pero
cuando hablamos de educar nos referimos a “otra cosa”. Y esta distinción no es
una cuestión sólo de términos, afecta, por el contrario, al núcleo mismo del
discurso sobre educación familiar. Educar no es sólo enseñar, y enseñar bien.
En el núcleo del acto educativo hay siempre un componente ético, una
relación ética que liga a educador y educando y que se traduce en una actitud
de acogida y de compromiso, en una conducta moral de hacerse cargo
del otro. Es esta relación ética, responsable la que define y
constituye como tal a la acción educativa. Sin este componente ético estaríamos
hablando de otra cosa, no precisamente de educación. En la relación educativa
el primer movimiento que se da es el de la acogida, de la aceptación de
la persona del otro en su realidad concreta, no del individuo en abstracto; es
el reconocimiento del otro como alguien, valorado en su dignidad de
persona y no sólo el aprendiz de conocimientos y competencias. Educar exige, en
primer lugar, salir de sí mismo para acoger, “es hacerlo desde el otro
lado, cruzando la frontera” (Bárcena y Mèlich, 2003, 210); es ver el mundo
desde la experiencia del otro, hacer que el otro tenga la primacía y no sea
sólo el otro lado o parte de una acción puramente informativa. Y en segundo
lugar, exige la respuesta responsable a la presencia del otro. En una
palabra, hacerse cargo del otro, asumir la responsabilidad de ayudar al
nacimiento de una “nueva realidad”, a través de la cual el mundo se renueva sin
cesar (Arendt, 1996). Si la acogida y el reconocimiento son indispensables para
que el recién nacido vaya adquiriendo una fisonomía auténticamente humana
(Duch, 2002), la acogida y el hacerse cargo del otro es una condición
indispensable para que podamos hablar de educación. Parece, por tanto,
que cuando hablamos de educación hacemos referencia a un acto de amor de
alguien que ayuda a la existencia de una nueva criatura (Arendt, 1996),
original en su modo de existir, no a la clonación o repetición de modelos
preestablecidos que han de ser miméticamente reproducidos; hablamos de alguien
que asume la responsabilidad de hacerse cargo del otro, que no se busca a sí
mismo ni pretende prolongarse en el otro. Educar, entonces, ya no es sólo
transmitir, enseñar el patrimonio de cultura a las jóvenes generaciones, sino
ayudar al nacimiento de algo nuevo, singular, a la vez que continuación
de una tradición que ha de ser necesariamente reinterpretada; “es una pasión
con sus propios dolores y placeres” (Manen, 1998, 87). Y en esta función de
acogida y reconocimiento del otro, de hacerse cargo del otro, de dirección y
protección la familia ocupa un puesto privilegiado e insustituible. Este
aspecto de cuidado y protección, inherente al concepto de educación, no ha sido
suficientemente atendido y entendido, hasta ahora. Manen (1998, 54) se hace eco
de ello: “... hay que conferir a la noción de pedagogía un significado que
todavía merece que le prestemos atención. La idea original griega de la
pedagogía lleva asociado el significado de dirigir en el sentido de
acompañar, de tal forma que proporcione dirección y cuidado a la vida del niño”.
3.
2. Clima moral
No es nuestra
intención introducir un discurso moralizante de la vida familiar con un listado
exhaustivo, y siempre incompleto, de los deberes de los padres en la educación
de los hijos; no pretendemos regular inútilmente toda la vida familiar.
Regular, controlar, en alguna medida, la vida de los hijos puede significar
ejercer un determinado tipo de protección y cuidado sobre ellos, una manera de
hacernos presentes en su vida. Pero orientar las relaciones padres-hijos,
fundamentadas en el espíritu de la disciplina y el orden, o en el cumplimiento
rígido de las normas puede significar la prolongación de la minoría de edad de
los hijos e impedir que vayan asumiendo progresivamente mayores niveles de
responsabilidad. Aquí hablamos de “otra moral”, la que nos hace responsables de
los otros y de los asuntos que nos conciernen como miembros de una comunidad,
empezando por la propia familia. Lamentablemente, no es este un discurso
frecuente en la educación familiar, tampoco en el ámbito de la ética y de la
política. “Pese a la importancia que tiene en la formación ética y social de la
persona aprender a responder de lo que uno hace o deja de hacer, la llamada a
la responsabilidad ha estado ausente del discurso ético y político de los últimos
tiempos. La ética hace tiempo que está más centrada en los derechos que en los
deberes” (Camps y Giner, 1998, 138). Interiorizar la relación de dependencia o
responsabilidad para con los otros, aun con los desconocidos, significa
descubrir que vivir no es un asunto privado, sino que tiene unas repercusiones
inevitables mientras sigamos viviendo en sociedad, pues no hemos elegido vivir
con los que piensan igual que nosotros o viven como nosotros. Por el contrario,
hemos venido a una sociedad muy heterogénea con múltiples opciones en las
formas de pensar y vivir. Ello implica tener que aprender a convivir con otras
personas de diferentes ideologías, creencias y estilos de vida. Vivir con
los otros genera una responsabilidad. O lo que es lo mismo, nadie me puede
ser indiferente, y menos el que está junto a mí. Mi conducta no empieza y acaba
en mí en cuanto a sus consecuencias. Junto a mí hay otros a quienes mi conducta
u omisión pueden afectar y me pueden pedir explicaciones. Frente al otro
he adquirido una responsabilidad de la que no me puedo desprender, de la que
debo dar cuenta. El otro, cualquier otro siempre está presente como parte
afectada por mi conducta en la que el otro se pueda ver afectado, sin más
argumento que su dignidad de persona. No puedo abdicar de mi responsabilidad
hacia él. “El rostro del otro me concierne sin que la
responsabilidad-respecto-de-otro que ordena me permita remontarme hasta la
presencia temática de un ente que sería la causa o la fuente de tal orden. No
se trata aquí, en efecto, de recibir una orden percibiéndola primero y
obedeciéndola después mediante una decisión o un acto de voluntad. La sujeción
a la obediencia precede, en esa proximidad del rostro, a la comprensión de la
orden” (Levinas, 2001, 181). Esto significa que el ser humano es alguien
que desde el nacimiento hasta su muerte, lo quiera o no, está constreñido a
“actuar” en relación con los otros (Duch y Mèlich, 2004).
Pero la responsabilidad de la que aquí
hablamos no se limita a “dar cuenta” de aquello que hacemos u omitimos porque
alguien nos lo demanda en una relación estrictamente ética. Comprende, además,
el ámbito del cuidado, de la atención y solicitud hacia la vulnerabilidad del
otro. Manen (1998, 151) lo expresa de este modo: “El hecho fascinante es que la
posibilidad que tengo de experimentar la alteridad (responsabilidad) del otro
reside en mi experiencia de su vulnerabilidad. Es justo cuando yo veo que el
otro es una persona que puede ser herida, dañada, que puede sufrir,
angustiarse, ser débil, lamentarse o desesperarse, cuando puedo abrirme al ser
esencial del otro. La vulnerabilidad del otro es el punto débil en el blindaje
del mundo centralizado en mí mismo”. Esta moral de la atención y cuidado (care)
hacia el otro se traduce en el desarrollo de la empatía como “capacidad del
hombre de imaginar el dolor y la degradación causados a otro como si lo fueran
a sí (mismo)” (Hoffman, 2002, 249), y facilita: a) ponerse en el lugar del
otro, comprenderlo y reconocerlo; b) el desarrollo de la conciencia de pertenencia
a una comunidad frente a la cual se tienen unas obligaciones que no se pueden
eludir sin producir un daño a los demás; c) el desarrollo de la capacidad de
escucha, acogida y atención al otro como condición primera de una relación
moral o responsable con los demás; d) la capacidad de analizar críticamente la
realidad del entorno desde parámetros que respondan a la dignidad de la
persona. Ser responsable es poder responder del otro, cuidar y atender
al otro. Y esto también se aprende en la familia. No es, por tanto, una
educación moralizante que empieza y acaba en un elenco interminable de
consejos, bastante ineficaces, para orientar la vida de los hijos. Más bien es
una propuesta y “exposición” de modelos de cómo responder a las demandas de los
demás. Si algo identifica al ser humano es su capacidad de responder de
sus actos. Potenciar la responsabilidad en los educandos es profundizar en su
humanización. Es, en una palabra, educar.
3. 3. Clima de diálogo
La comunicación
se ha entendido, no pocas veces, como un intento de persuadir y convencer al
otro de “mi verdad”, como un acto de imposición y dominio. La comunicación
humana, y más propiamente el diálogo, supone y exige la voluntad en los
interlocutores de aceptar la parte de verdad del otro y el reconocimiento de la
provisionalidad o precariedad de la propia verdad (Ortega y Mínguez, 2001). La
comunicación humana no se nutre ni agota en contenidos exclusiva ni
principalmente “intelectuales”, mucho menos en el ámbito familiar. Más
allá de las ideas, creencias y opiniones en la comunicación humana se comunica
el sujeto concreto en todo lo que es y a través de todo lo que es. Y no sólo
nos comunicamos a través de la palabra o la escritura. También lo hacemos con
los gestos, el silencio, las emociones, la expresión del rostro, etc. El ser
humano encuentra modos inimaginables para expresar lo que piensa y siente.
Aprender a comunicarse, a ver el punto de vista del otro, a comprender y
aceptar que el otro también tiene derecho a “decir su palabra”; reconocer que
no existe ser humano al que se le pueda negar la palabra, y que ejercer de
humanos supone el ejercicio de la palabra creadora de vida, exige revisar un
conjunto de prácticas encaminadas a imponer la “autoridad” de los mayores.
El diálogo no
es “decir cosas”, es encontrarse con el otro a quien se hace entrega de “mi
verdad” como experiencia de vida. Y más que discurso, el diálogo es confianza,
acogida y escucha. Nadie se comunica con otro en el diálogo, o deposita en él
“su” experiencia personal de vida, si el otro no es merecedor de su confianza.
El diálogo es, además, donación y entrega gratuita. En el diálogo no se da
nunca una relación de poder que genere sumisión en uno de los interlocutores;
se establece más bien una relación ética que hace del reconocimiento del otro
una cuestión irrenunciable. El lenguaje del diálogo “es el lenguaje del
recibimiento del otro en la casa... que es propia. El que viene de fuera (el
extranjero, el otro) puede o no ser recibido allí donde va. Pero si es
recibido, este recibimiento es un recibimiento hospitalario” (Bárcena y Mèlich,
2000, 159). Quizás sea esta la necesidad más sentida en nuestra sociedad y
especialmente en nuestros adolescentes y jóvenes. Nuestra sociedad de la hipercomunicación,
paradójicamente, se ha convertido en la sociedad de la incomunicación.
Padecemos una crisis de “transmisiones”. No hemos encontrado todavía los modos
adecuados que nos permitan transmitir a las jóvenes generaciones las claves de
interpretación de los acontecimientos que han configurado nuestra historia
personal y colectiva. Esta fractura generacional y social produce desconcierto
y orfandad. “Lo que ahora mismo se necesita con urgencia, escribe Duch (1997,
63), es una adecuada praxis transmisora que nos proporcione las palabras y
expresiones convenientes para que el diálogo pueda convertirse en una realidad
palpable, y no en una mera declaración verbal de “buenas intenciones”. En la
sociedad premoderna, las transmisiones hechas desde y en las estructuras de
acogida resultaban más eficaces y menos problemáticas. En la modernidad, sin
embargo, la contingencia y la provisionalidad se convierten en una
categoría fundamental para explicar la nueva situación del hombre en el mundo.
Éste ha de “habérselas” en un medio de innumerables dudas, fugacidades e
inconsistencias (Duch, 2001). Por otra parte, la sobreaceleración del tiempo
es un elemento añadido que ha influido decisivamente en la sociedad actual.
Puede afirmarse que la actual preeminencia del presente en la experiencia de la
secuencia temporal de los individuos y de las colectividades va unida a la
aceleración creciente e imparable del curso del tiempo, del tempo vital.
Este hecho tiene unas enormes repercusiones en la experiencia ética, en la adopción
de unos determinados valores, en la configuración de la conciencia moral de las
personas y en las respuestas de los individuos y de los grupos humanos en la
vida de cada día. La velocidad con la que actualmente aparecen y desaparecen
las innovaciones no tiene paralelismo en la historia pasada de las culturas.
Esta sobreaceleración del tiempo debería obligar a los individuos a tomar una
posición moral con la misma velocidad con la que irrumpen las innovaciones en
nuestra sociedad. Pero curiosamente acostumbra a producir, de un lado, un
“hipermercado de valores” provisionales, frágiles y en competición; de otro,
sujetos humanos con una identidad exclusivamente instantánea, es decir, sin
referencias a la anticipación y al recuerdo, a la tradición y a la utopía. Se
trata, por tanto, de sujetos humanos descolocados respecto de su propia
trayectoria vital, bloqueados y enajenados respecto de sí y de los demás (Duch,
2002). En esta situación de “emergencia” la familia podría convertirse en el
último reducto de “seguridad y confianza”, de anclaje en el presente y espacio
de interpretación del pasado, donde el individuo puede comunicarse, expresarse
y vivir experiencias, aunque sean contradictorias, de valores y antivalores.
En la sociedad
postmoderna no sólo es difícil encontrar espacios y momentos para el diálogo en
la familia sino, además, de qué dialogar, cuando las experiencias de
vida de los hijos, instantáneas y fugaces, distan mucho en el tiempo de las
vividas por los padres. Si el diálogo es comunicación, y no sólo discurso, de
la experiencia vital de los interlocutores, éste debe necesariamente estar
centrado en las experiencias vividas por todos los miembros de la familia. Si
decimos que las narraciones constituyen recursos poderosos para la educación en
valores, entonces la vida de los padres, hecha narración, constituye el mejor
instrumento para la educación de los hijos. Conocer al padre y a la madre en
sus dudas, fracasos y aciertos, en su trayectoria vital, cómo han superado las
dificultades y cómo las afrontan ahora es un contenido ineludible del diálogo
entre padres e hijos. “Nuestras “historias” constituyen el resumen vital y
narrativo de las sucesivas asociaciones de espacio y tiempo que hilvanan el
tejido de toda existencia humana” (Duch, 2001, 3). Es verdad que se corre el
riesgo de enfrentarnos a experiencias positivas y negativas. Pero se habrá
ganado en realismo, acercando el “personaje” de los padres a la vida real de
los hijos. Sólo si el modelo aparece como humano, cercano a nosotros, aquél es
imitable. La propuesta artificial, descontextualizada de los valores, por el
contrario, difícilmente supera el ámbito del concepto, y es del todo
insuficiente para mover al sujeto a su apropiación (Ortega y Mínguez, 2001). El
diálogo debe estar centrado, además, en la vida actual de los hijos: en sus
dudas, frustraciones, éxitos, aspiraciones; en las experiencias de sus vidas. Y
entonces el diálogo con los hijos se hace acompañamiento, dirección, protección
y cuidado, que se traduce en una actitud de escucha, no en un discurso retórico
y disciplinar, que además de estéril puede resultar contraproducente.
El diálogo no
se debe desnaturalizar hasta el punto de convertirlo en una herramienta ni
pretexto para hablar de los hijos. Por el contrario, es un momento de encuentro
entre todos que adopta formas diversas y en tiempos distintos. Nada más
contraproducente que “formalizar” o institucionalizar el diálogo. A veces el
diálogo se convierte en sola presencia, compañía, cercanía. Puede ser
suficiente para los hijos saber (experimentar) la presencia física de los
padres, que están ahí, cerca. Y que un gesto, una caricia, una sola palabra
basta para comunicar y expresar todo el apoyo y la comprensión que se espera,
pero también la desaprobación de aquello que se considera incorrecto. El
diálogo es también una actitud de disponibilidad. Estar dispuesto a
escuchar, a acoger sin contraprestaciones, a “perder el tiempo” en la confianza
de encontrar en el otro la ayuda y la comprensión en la búsqueda de “mi” camino.
El itinerario obligado en el aprendizaje de los valores, hemos dicho, es la
identificación con un modelo, es la experiencia del valor. La familia
educa a través de todo aquello que día a día, en un clima de afecto, va
haciendo aun en medio de continuas contradicciones. Para los hijos, éstas
no son obstáculos insalvables en la apropiación o aprendizaje del valor porque
tienen a su alcance la posibilidad de contrastar una experiencia negativa
(antivalor) con la trayectoria de vida de sus padres en la que se ensamblan
valores y antivalores.
Y ¿qué
enseñar? Decíamos antes que los padres deben crear las condiciones
“ambientales” para la apropiación o aprendizaje de los valores. Nos
resistíamos, por tanto, a hacer una propuesta concreta de aprendizaje de valores.
Cabe, eso sí, la oferta, desde la experiencia, de aquellos valores que se
consideran básicos para la formación de la persona moral y la construcción de
una sociedad justa y solidaria. Se trata, al menos, de aquellos valores
personal y socialmente indispensables, compartidos y exigibles en una sociedad
democrática. Deberíamos incidir en la necesidad de crear un ambiente familiar
que haga posible la acogida y el reconocimiento y paliar, en lo posible, la
fractura de la confianza que caracteriza a la sociedad actual. Donde no hay
confianza los procesos de transmisión se tornan irrelevantes, superfluos,
generan actitudes de indiferencia y crean desorientación. Por el contrario, un
clima de confianza reduce la complejidad que se origina en la convivencia humana
y favorece la búsqueda de “sentido”, o lo que es lo mismo, la confianza ejerce
las funciones de praxis de dominación de la contingencia y la provisionalidad
(Duch, 2001). Además de crear las condiciones “ambientales” que permitan crecer
y ejercer de humanos a los hijos, a estos se les debería enseñar a “reflexionar
sobre nosotros mismos, sobre las cosas, sobre nuestra condición en el mundo,
sobre el ser de los demás... (a) tomar distancias respecto a lo que nos rodea y
lo que constituye nuestro propio ser, mirarse uno mismo como si se fuese
otro... (a preguntarnos) quiénes somos, por qué hay algo y no la
nada...(Crespi, 1996, 54-55). Es decir, ayudarles a aprender a existir,
aunque este aprendizaje nunca puede considerarse concluido. Si el ser
humano, por imperativo cognitivo, desea entender el mundo, la familia
constituye la puerta de acceso al conocimiento de un mundo humano a través de
procesos de delimitación y definición del yo, de los otros, de la naturaleza,
del tiempo y del espacio. Cómo son las cosas y las personas, cómo sentir,
buscar y admirar, qué debo hacer, dónde estoy son aprendizajes que tienen su
raíz profunda en el ámbito de la familia. “Es un conocimiento que surge tanto
de la cabeza como del corazón” (Manen, 2003, 16). Estas preguntas y la ayuda a
responderlas constituyen el contenido de la enseñanza de los padres a
los hijos.
Al comienzo de
este trabajo nos hacíamos una pregunta: ¿Crisis en la familia? La respuesta no
puede darse al margen de la observación atenta de la nueva realidad social. Los
modelos de familia siempre van a estar sometidos a cambios, ligados a las
sucesivas transformaciones sociales y culturales. La familia no es un receptor
pasivo de los cambios sociales, ni un elemento inmutable de un mundo en
constante transformación (Gracia y Musitu, 2000), por lo que siempre se podrá
hablar, con mayor o menor fortuna, de “crisis” en la familia. Se sucederán los
modelos, pero “para el cultivo inteligente y afectivo de la personalidad
infantil, para la espontaneidad en el trato interpersonal, la expresión de
sentimientos, la intimidad y el altruismo, el más adecuado ambiente seguirá
siendo la familia” (Pastor, 2002, 192). No consideramos a la familia como una
institución construida, ni exclusiva ni principalmente, sobre la biología, el
derecho, la política o las costumbres más o menos consolidadas, sino sobre el
ejercicio de la responsabilidad, de la aceptación de responsabilidades
inherentes a cualquier tipo de respuesta ética, como espacio de acogida y
reconocimiento del ser humano. El llamado “contrato” familiar debería ser
siempre un “contrato ético”, “convivencial”, que debería poner de relieve el
cúmulo de relaciones, reciprocidades y tensiones que acompañan a la presencia
del ser humano en su mundo cotidiano. La experiencia personal y colectiva
nos dice que toda vida humana es más o menos inventada y vivida sin un guión
previo. Pero en esta “aventura” de la vida nadie está sólo. Desde nuestro
nacimiento somos acogidos en una tradición simbólico-cultural familiar que nos
aporta todo un conjunto de pautas de comportamiento y puntos de apoyo, de
referentes que nos permiten hacer frente a la contingencia, es decir, al
conjunto de interrogantes que no pueden responderse técnicamente, que
permanecen incontestables y opacos para los “expertos” de todos los tiempos
(Duch y Mèlich, 2004). La familia hace posible, como dice Arendt (1996), el
milagro del nacimiento de una nueva criatura por la que el mundo deja de
ser “el mismo” para renovarse sin cesar.
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